Después de volver de Quíos, al hablar con AHNA, decidí acercarme hasta el norte de Francia para ver de primera mano como era ese campamento. Comparé la vida en Quíos con la de Calais en este escrito. Tanto los escrito sobre la isla Griega como el campo francés fueron publicados por el Diario Noticias en el artículo que adjunto al final.
No hace ni un mes que atendí en Quíos la llegada de refugiados desde Turquía. Uno llega expectante ante el choque emocional que implica atender a personas que lo arriesgan todo huyendo de la guerra. Con aquella experiencia a las espaldas decido viajar hasta Calais, al norte de Francia, para vivir el campo situado a las puertas del Canal de la Mancha. Aun con la experiencia vivida en Grecia, La jungla, como la llaman, es empezar de nuevo. Imagino que para la mayoría de las personas que viven en Europa, Calais y Quíos son lo mismo, dos lugares donde hay refugiados. Pero son radicalmente opuestos, uno es pisar por primera vez la oportunidad de alcanzar la felicidad, la tranquilidad de sentirte a salvo. Por delante, y más ahora con las fronteras cerradas, quedan meses de solicitudes de asilo, campos, hambre, viajes, rechazos e injusticias hasta llegar aquí, quizá el último escollo para ser ciudadano inglés.
Así que no, no son lo mismo. La luz de las miradas en Quíos, ha perdido casi todo el brillo durante el camino hasta Calais. En las islas griegas, las personas conviven con la realidad, en Francia un turista regresará a sus casa pensando si realmente existe ese campo. De hecho, ni siquiera google maps lo contempla. Y os puedo asegurar que allí hay más de 5000 refugiados malviviendo. Haciendo colas para que les den ropa, para comer, para ducharse, para hacer sus necesidades, para todo. Desde 1999 existe la figura de campo de refugiados en este lugar, ha pasado de ser legal a ilegal. Ha desaparecido varias veces, pero las semillas de necesidad germinan constantemente para crecer de nuevo.
Cerca de 70 refugiados nuevos llegan cada día, así que imaginar lo que implica para las asociaciones voluntarias de las que dependen, el hacerles la vida lo más cómoda posible. A las nuevas llegadas hay que sumar una verja que limita unos barracones donde los refugiados por ceder sus huellas dactilares, viven en otras condiciones. Y la jungla, un laberinto de cabañas de madera, jaimas y chozas levantadas una y otra vez. Negocios, restaurantes, centros religiosos, comedores… Una ciudad ilegal a la que todo el mundo quiere llegar, de la que todo el mundo quiere huir y de la que casi nadie, debido al contexto político, puede escapar.
Los representantes de las comunidades se juntan semanalmente para mejorar la convivencia, para que el lugar sea lo más digno posible. Pero cuando caminas por esas callejas se hace patente la tensión en sus miradas, la desconfianza y el hastío. Así que de repente un día todo estalla y personas que huyen de la guerra, la viven dentro de ellos mismos porque la tolerancia y la paciencia se les acaba.
El jueves 26 de mayo mientras hablaba con Steve, un joven sirio que carga sobre sus espaldas la responsabilidad de ser el camión de bomberos del campo, un grupo de sudaneses y afganos inician un enfrentamiento a piedras y palos. Yo en medio, y gracias a un restaurante pakistaní me refugio para poder salir sin peligro. Varias horas más tarde la trifulca alcanza la cifra de 50 heridos, tres muertos y un incendio, así que regreso para ayudarle a Steve. Poco podemos hacer un bombero y un chico con un todoterreno, frente a un incendio masivo de chavolas de madera y plástico. El fuego arrasa con un cuarto de campo, lo que hace unas horas era un lugar apacible, se convierte en algo de lo que todos los refugiados escapan, un lugar asolado.
Al día siguiente, de regreso, en el camino dejo un campo germinando de nuevo y con la esperanza de que algún día sea olvidado, no porque la gente lo ignore, si no porque realmente no exista.